Recuerdos de Girón:  Un Padre y una jicotea



De cuando apenas tenía cinco años, me quedan --y ojalá que para siempre-- unos recuerdos muy significativos de aquel 15 de abril de 1961;  para mi familia, después de haber pasado unas lindas vacaciones en Puerto Padre, marcaron un antes y un después.

El bombardeo al aeropuerto de Santiago de Cuba fue el primer aviso: en mi casa se percibieron sonidos raros en la tranquila mañana del barrio santiaguero Veguita de Galo: desde la azotea vi junto a mi madre las negras columnas de humo que nos hicieron bajar e ir directamente a la habitación para avisar a mi padre: "Carlos levántate, nos están atacando!". Lo que también se fijó en mi mente fue que en las palabras de mi madre no había miedo, fue una orden de decisión, un llamado al compromiso.

Recuerdo que mi padre se vistió con tanta prisa, que se puso la camisa del uniforme con el pantalón de dril blanco con el cual había regresado de viaje la noche anterior. Corregido el error, se alzó sobre las puntas de los pies y cogió de encima del armario su "pepechá", que permanecía tapada con un paño.

Bajó hacia la calle, pero volvió a subir con el aviso de que vendrían a buscarlo, lo cual ocurrió pasado unos minutos cuando llegó un camión verde olivo, que en su parte de atrás venían ya varios hombres vestidos de verde olivo o de miliciano. Venían sentados unos frente a otros, en la dos hileras dispuestas a modo de asiento.

Para mí esa era una despedida que mis cinco años no asumían que podía ser la última, sin embargo estaba emocionada, aunque me llamó la atención el rostro grave o de preocupación de aquellos hombres, que no hablaban entre sí, cada uno iba sumidos en sus pensamientos...

Mientras mi padre se despedía de  mi madre y bajaba la escalera, reconocí a alguien entre los sentados en el camión: vestido de uniforme adiviné un rostro conocido: el joven sacerdote que me  daba catecismo en la iglesia de Santa Lucía.  Grité: !Padre!.  Él, sorprendido, volvió el rostro hacia el balcón y respondió: “Padre no, compañero”. El adiós a mi padre que ya se subía al camión me hizo olvidar de ese incomprensible cambio.

Nunca más volví a saber del joven sacerdote. Fueron muchos días en que junto a mi madre me movía del radio que está en la su habitación, al televisor de la sala... Ella en ocasiones se limpiaba alguna que otra lágrima, pero no dejaba de murmurar "hay que darles duro, duro".

Y así fue. Y vaya que tan duro le dimos que en 72 horas lo que por radio o por televisión se transmitía era la heroicidad de un pueblo que lloraba a sus víctimas pero también les ofrecía en forma de tributo histórico la primera gran derrota del imperialismo yanqui en América Latina, con Fidel al frente.

Como una semana después mi padre regresó, agotado físicamente sin poder hablar apenas, en su cara había cansancio y victoria, con mucha fuerza para abrazarnos y darme como recuerdo una jicotea que me había traído de aquella zona hasta entonces  desconocida para él. Una jicotea que para mí fue el premio acuñado a esa gran prueba de metralla y coraje que libró la joven Revolución que sentó las bases para que ahora, 60 años después, podamos hablar de Revolución y Continuidad.

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